SECCIÓN LITERARIA

Un carro nuevo para Francisco
Dr. R. Alvarado H.

La lluvia pertinaz impregnaba el ambiente matutino de un fuerte olor a octubre. La tenue claridad alumbraba los de Francisco que iban quedándose enredados entre el húmedo zacate y el pegajoso barro del sendero que de su casa lo llevaba a la carretera principal. Caminaba como autómata y sus pensamientos eran palabras gruesas que salían de su cabeza sin pasar por su boca.

Claro que no fue un sueño. A la Niña Hortensia la vi en dos ocasiones el mismo día: a la entrada del Metodista, y más tarde en el camión a Moravia. Pero, ¿ambas veces antes de la autopsia? ¿O fue una antes y la otra después?

-Es muy fácil enredarse al cabo de los días -le dijo Miguelito-. Resulta casi imposible que ese lunes a tu ingreso al hospital te hayas encontrado con la maestra, y le hayas practicado la autopsia, veinte minutos más tarde, sin darle tiempo ni para morirse. Bueno, pero pase, podría haber sido, pero eso de que el mismo lunes por la tarde la viste en el camión a Moravia y que te saludó de beso y abrazo, eso únicamente en un sueño puede haber pasado.

¿Sueño? ¿Realidad? No había duda de que él le había practicado la autopsia a su maestra de la escuela, la Niña Hortensia Zúñiga, poco más de veinte minutos después de haber llegado al Hospital Metodista, y sin haberse enterado de su identidad. ¿Fue acaso a la entrada del hospital donde la saludó? ¿Ese mismo día? En la casilla para "Hora de inicio de la autopsia", él personalmente había anotado "6.40 a.m." Eso lo comprobó en el expediente cuando el miércoles que seguía, al enterarse de la muerte de la maestra querida, lo revisó. En el expediente también estaba anotado el día sábado como el del ingreso, y como el de fallecimiento de la maestra. ¿Cuándo entonces fue que la saludó?

La desgracia de hacer autopsias sin tener todos los datos del cadáver.

Tenía que quitarse de la mente ese lunes y aceptar lo que le decía Miguelito:

-La vida es sueño y los sueños, sueño son, como dijo Calderón de la Lancha. No puede ser de otra manera- se repetía.

Se dio cuenta de que se había detenido a la mitad del camino. A las cinco en punto pasaba el autobús en el que viajaba a San José. Corrió. Si él no estaba en la parada a las cinco, el chofer daba por un hecho que había partido o que ese día no trabajaba. Era el único pasajero de las cinco de la mañana en un largo kilómetro de su casa a San Jerónimo. Aquella mañana se cumplían diez años de hacer lo mismo. Transbordaba en el Parque Central y llegaba al Hospital Metodista a las cinco cincuenta o cinco cincuenta y cinco. Ni una vez tarde al trabajo. La puntualidad era una de sus virtudes o una de sus necedades, como decía el doctor Jorge Alvarado. Su jornada en el hospital se iniciaba a las seis ante meridiano. Estaba contento con su oficio, a pesar de no haberlo escogido. Cuando aceptó el puesto no sabía qué cosa era la morgue, y mucho menos la clase de actividad que desempeñaría.

-Te toca ayudar en las autopsias -fue todo lo que le dijeron en la oficina de personal cuando le avisaron que había sido escogido para llenar la vacante, pero no le explicaron cuáles serían sus obligaciones. Como los puestos en la morgue no eran muy apetecidos, recibiría un sobresueldo como incentivo y otro por "peligrosidad". El día que el doctor Roberto Salas le habló de los derechos y prebendas de que disfrutaba por trabajar en esa área del hospital, comprendió cómo, en materia de salario, la peligrosidad era importante; a la vez se le aclaró el por qué su actividad era catalogada como “peligrosas”.

-Se considera que el personal de Patología, comparado con el resto de los trabajadores del hospital, tiene mayor riesgo de contagio infeccioso, o de adquirir alguna de las enfermedades que con frecuencia son la causa directa de la muerte del paciente -le explicó el doctor Salas y agregó: -La patología es pilar importante en el progreso de la medicina. La excelencia de un hospital se puede valorar por el porcentaje de autopsias hechas en relación con las defunciones.

Francisco estaba seguro de que de sus cadáveres (los consideraba suyos) aprendían los médicos más cosas que de los vivos.

El afán de servicio no se pierde al morir. La muerte no puede ser el fin, pues entonces la vida no tendría sentido. Estos cuerpos nos siguen enseñando después de muertos -razonaba con frecuencia cuando valoraba su trabajo tan relacionado con la vida y con el más allá.

En los primeros años, durante los turnos de noche, llegaba presuroso al llamado urgente para una autopsia inmediata; abrigaba la esperanza de estar presente un día en el preciso momento en que el espíritu abandona el cuerpo. Le atemorizaba iniciar una autopsia antes de que partiera el alma.

Francisco trabajaba con ahínco y ahorraba con obsesión. Aquellas mañanas lluviosas, con vientos huracanados que le incrustaban las gotas de lluvia en su ropa fría, avivaban sus ansias de tener un vehículo propio. Liberarse del transporte público. Los sacrificios a que se sometía se justificaban de sobra cuando soñaba con su carro nuevo.

El tiempo lo convirtió en un experto en su trabajo. Llegó a ser capaz de dejar la autopsia lista sin esperar al doctor Salas o al doctor Alvarado. Se adelantaba a las sugerencias de:

-Cortá ese hígado por este lado.

-Una parte de esa aorta a la altura de las renales.

-Una sección de ese tumor en la parte más sospechosa.

-Macroscópicamente eso es un tumor maligno, pero no se puede uno embarcar hasta no ver las tinciones -el explicaba el doctor Salas-. Por eso es indispensable que las muestras sean del lugar apropiado.  Cortá un pedazo exactamente aquí-. Y le señalaba con un lápiz.

-Es muy importante que los cortes que van a la formalina sean representativos de las áreas sospechosas de ser el asiento de la patología mortal.

El experimentado Francisco era un ayudante que no necesitaba supervisión. Hacia las disecciones de los cadáveres con maestría; nadie más rápido que él en la evisceración total. Un corte con bisturí desde la parte superior del esternón hasta el pubis, liberación de la piel sobre la caja torácica, sierra eléctrica para las costillas, cortes de maestro desde el interior para liberar los órganos del cuello y, un minuto más tarde, todas las vísceras en la mesa, tanto las del tórax como las del abdomen. Corte circular en el cuero cabelludo, corte con sierra de la calota, y extracción del cerebro. Rellenar todos los espacios con trapos y esponjas y suturar la piel sin deformar el cuerpo. Hacía de cinco a diez autopsias en el mes, por lo que conocía la rutina como para realizarlas dormido.

Cuando en el expediente leía que el paciente había muerto de un cáncer, hacer las escisiones de las áreas afectadas por el tumor, antes de que se lo indicara el patólogo, era un juego que le llenaba de gran satisfacción. Era motivo de orgullo que no le pidieran ningún corte adicional a los que había hecho por decisión propia.

Francisco vivía atormentado por los cuerpos que ingresaban a patología directamente del salón de emergencias, o los que eran cadáveres al arribo al hospital. En los primeros años de su trabajo lo acompañaba una pesadilla en la que el disecaba el cuerpo de su hermano radicado en Norte América. Otras veces soñaba que al abrir la nevera se enteraba de que su padre había fallecido.

Cuando los cadáveres eran de enfermos crónicos del hospital, Francisco revisaba primero el expediente, poniendo especial atención a los detalles: nombre, edad, fecha de nacimiento, dirección, diagnóstico de ingreso, causa de defunción. Ahí no había muchas sorpresas. El problema eran los accidentados y los que morían unas pocas horas después de su ingreso nocturno al hospital. Estos, al igual que las víctimas de homicidios y los muertos sin diagnóstico, llegaban a la morgue sin el expediente clínico, que era detenido por la Dirección del Hospital hasta el siguiente día. Con frecuencia comenzaba Francisco con su trabajo sin saber ningún dato del occiso al que le debía practicar la autopsia, como en el caso de la Niña Hortensia.

Todo lo soportaba estoicamente, pues no se concebía otro tipo de actividad que le permitiera ahorrar tanto para comprar su automóvil. Aquella mañana de octubre ya estaba preparado para tratar un vehículo de segunda mano, que se conservaba como nuevo. No estaba seguro de si el trato le sería fácil, pues todas las negociaciones se llevaron unilateralmente: ¡sólo en su imaginación, con algunas reflexiones compartidas con su padre! El propietario del auto -un Toyota de cuatro puertas, de mil ochocientos centímetros cúbicos, cuatro cilindros y con sólo treinta y cinco mil kilómetros recorridos- no había exteriorizado deseos de venderlo, pero Francisco no dudaba de que él podría convencer al doctor Salas, su dueño, de que ya necesitaba uno nuevo.

-Miguelito, la amistad que me une con el doctor Salas me facilitará mucho comprarle su carro.

-Quisiera estar de acuerdo con vos.

-La amistad no tiene clases sociales, Miguelito. Cuando la hay, lo mismo es p'arriba que p'abaj o".

-Mirá, Francisco, puede que tengás razón, pero si de algo estoy seguro es que la amistad entre los que tienen dinero no es la misma que entre nosotros los chonetes. Vos llevás diez años economizando para comprar un auto de segunda mano que el doctor Salas compró, nuevo, hace tres años, cuando apenas tenía dos meses de trabajar en el Metodista. Vas a ver cuando le propongás trato: ese carruaje se convertirá en la Carroza de la Cenicienta y va a querer por él lo que le pueda costar uno nuevo, ya que "Este carro con aros de lujo, llantas anchas, equipo de sonido, alarma, etc. no se ha devaluado casi nada" imitaba Miguelito la voz del jefe, con gracia especial.

La hora cero había llegado. Francisco economizó para su vehículo veinticuatro mil colones en diez años. Dos mil cuatrocientos por año. Doscientos por mes. El valor en el mercado de automóviles, para uno como el del doctor Salas, oscilaba entre los treinta y cinco mil y los cuarenta mil colones. Por la amistad que imaginaba, se decía:

Salas me pedirá lo más treinta y cinco, y me aceptará un abono mensual de doscientos colones hasta completarlos.

Francisco llegó aquel sábado por la tarde a lavar "su" carro a la casa de su jefe. Estaba dándose los últimos toques de limpieza al vehículo, cuando apareció el doctor Salas acompañado de un médico joven que Francisco conocía del Metodista.

-Para que no discutamos más, cuarenta mil de contado y cinco mil dentro de un mes y te lo podés llevar ya. Me prometieron el nuevo mañana en la mañana -le dijo el doctor Salas al médico que lo acompañaba.

Francisco sintió que la tierra se hundía bajo sus pies. ¡Cuarenta mil colones presentes! 0 tomaba del ahorro que tenía para vivienda o no podía llenar las pretensiones del jefe Salas. y se quedaba sin el Toyota que hacía meses era como suyo. No podía esperar más. El humo del escape del automóvil del médico que acababa de partir todavía impregnaba las narices de Francisco quien, armándose de valor y sin preparar su discurso, comenzó:

-Doctor Salas, con sinceridad le digo que hace varios meses su carro es mío. No creo justo que ninguno otro se lo lleve cuando yo lo he deseado por tanto tiempo. Lo he cuidado con esmero. Le llevo apuntadas todas las fechas de revisiones periódicas, las de cambio de aceite, filtros, "candelas", etc. Lo he lavado y encerado tres veces al mes y muchas veces sin cobrar el servicio, dado que consideraba que yo tenía que pagar parte del mantenimiento del vehículo que sería mío. En fin, sólo le pido que me fije las condiciones, las más benevolentes que pueda y hacemos trato.

Cuando Francisco decidió usar los fondos de otro renglón en sus ahorros para poder quedarse con el Toyota, perdió el miedo a la negociación. La explicó a su jefe cómo con el ahorro de diez años estaba en capacidad de compra del vehículo. El doctor Salas, agradablemente sorprendido de las palabras de su asistente, le dijo:

-Otárola, usted ha demostrado amor a su trabajo y dedicación al Servicio de Patología. Su conocimiento técnico es sorprendente. Su capacidad de ahorro es de admirar. Si usted está verdaderamente motivado para adquirir mi Toyota, estoy dispuesto a sacrificar algunos colones que le faciliten la compra.

El doctor Salas lo trató como a un amigo y le hizo todas las concesiones posibles. A pesar de ello, Francisco se dijo para sus adentros:

-Me he excedido un poco en este gasto. Pero en realidad se justificaba, porque he llenado una de mis más urgentes necesidades.

Francisco había estudiado detalladamente el camino para venir de su casa al Hospital Metodista como conductor de su propio vehículo. Después de Moravia se mantenía al norte de San José y bajaba por la Uruca hasta el cruce de Heredia, pasaba por debajo del puente elevado y dos minutos más tarde estacionaba su flamante Toyota en el parqueo para empleados, en la parte posterior del hospital, frente al departamento de Patología. Podía salir de su casa media hora más tarde y le sobraba tiempo para marcar la tarjeta a las seis en punto.

-Tener carro nuevo tiene sus cosas negativas: no son sólo ventajas -le sentenciaba su padre, cuando lo oía alardear tan emocionado de su nueva adquisición.

Ya Francisco lo había pensado: el dilema se daría tarde o temprano. Su Toyota llamaba mucho la atención en el vecindario y las muchachas que antes lo veían con indiferencia estaban ahora atentas a todos sus movimientos. Por la mañana Isabel lo esperaba a la entrada de San Jerónimo para que la trajera a La Nunciatura, donde trabajaba. No sabría ahora si lo buscaba a él o a su juguete nuevo. De cualquier manera le estaba agradando mucho esa compañía matutina. Tuvo que cambiar de ruta. Después de dejar a su amiga en el trabajo, tenía la alternativa de devolverse a tomar la Autopista General Cañas o pasar por el Bajo de los Ledezma (bajos del Torres), ruta que siempre le causaba gran zozobra. Es una calle angosta, con cuatro curvas y una empinada cuesta, con frecuencia en malas condiciones. El puente de una vía sobre el río Torres no le daba mucha seguridad, especialmente en los días muy lluviosos, cuando el agua desbordaba el cauce y llenaba la calle de barro, troncos y cuanta inmundicia arrastraba. Con frecuencia no le quedaba otra alternativa que tomar ese paso.

Los expertos del Meteorológico aseguraban que hacía diecisiete años que no llovía tanto en el país como estaba ocurriendo a finales de este octubre. Sin embargo, era cierto lo que le decía su padre:

-Según ellos, todos los octubre se bate el récord de lluvia. Lo que pasa es que la memoria les falla; siempre es lo mismo. La realidad es que en este mes llueve como el carajo.

Con tanta lluvia el crepúsculo rehusó protagonizar el amanecer. Francisco no se daba cuenta del pasar de las horas. Se había levantado, como de costumbre, a las cuatro y media y se puso a limpiar su carro por dentro. El foco que le ayudaba en su tarea era la única esperanza de luz en aquella mañana oscura. Una llovizna irresponsable y una bruma espesa y majadera envolvían toda la región de San Jerónimo y hacían imposible el avance de reloj hacia la claridad diurna. Era como un día sin vida. Todo igual, sin cambio al paso del tiempo.

Entre las etéreas lucubraciones sobre el misterio de la muerte y las muy terrenales de su relación con Isabel, se le fue pasando el tiempo. Cuando vio su reloj y se dio cuenta de que si no apuraba el paso llegaría tarde a su trabajo, por primera vez en diez años.

Qué ironía, llegar tarde ahora que tengo transporte propio.

Isabel lo esperaba a la entrada del pueblo. Cuando le abrió la puerta del Toyota, sintió la mirada de reproche de sus ojos claros. Llevaba casi media hora aguardándolo bajo la lluvia, que no caía desde arriba sino que revoloteaba por todos lados. Le extendió un paño que traía porque pensó en ella y solo pudo decirle:

-Buenos días, Isabel.

No cruzaron más palabra durante todo el camino. Francisco demostró que a pesar del poco tiempo con su nuevo carro, lo manejaba con maestría. Por lo menos Isabel no llegaría tarde. En La Nunciatura dio una vuelta a la manzana para dejarla en la entrada principal, se bajó, abrió su paraguas y la ayudó a salir protegiéndola de la lluvia al encaminarla hasta la puerta.

-Espérame aquí cuando hayás terminado. Hoy pasaré por vos. Tengo muchas cosas que proponerte y lo voy hacer mientras tomamos café en el Restaurante Bembec. Queda por aquí cerca y hacen la mejor repostería del país.

Francisco dudó un momento. Le quedaban cuatro minutos para llegar al Metodista o marcaría

tarde.

Por la pista General Cañas ni pensarlo, diez por lo menos. A como ha llovido, el Torres estará, pasando por encima del puente y el barrial me dejará el Toyota hecho una mugre. Pero no hay otra y ya es muy tarde. A la mano de Dios me voy por la cuesta de Los Ledezma.

Cuando dejó el bulevar de Rohrmoser y dobló a la derecha para tomar la callecilla del Bajo de Torres, se llevó un alegrón que duró muy poco: Ni un carro por delante: todavía puedo llegar temprano. En la curva antes del puente se dio cuenta de haber escogido mal el camino. Un enorme "container" estaba en medio del paso sobre el río, como tomando impulso para subir la empinada cuesta de apenas unos trescientos metros. Detrás del gigantesco camión, esperando pacientemente, un taxi agravaba la poca visibilidad de la carretera con el negro humo que exhalaba por el escape. Francisco detuvo su auto detrás del vehículo público y se puso a examinar los lados de la calle. Un paredón impresionante a la derecha, un espacio pequeño a la izquierda y las aguas del Torres corriendo por encima de la pista. Imposible retroceder. Segundos más tarde, uno, dos, tres automóviles se pararon detrás de él.

Hágase la voluntad de Dios.

El "container" de la "Mar y Tierra" inició la subida de la empinada cuesta.

Todos los "containers" son de la "Mar y Tierra" -pensó Francisco, y aunque no lo pudo identificar como tal, lo denunciaría: A estos camiones les esta vedado el paso por este atajo.

El taxi permaneció inmóvil en su lugar mientras el camión comenzó la subida. Francisco activó la bocina de su carro y el taxista, sacando una mano por la ventana, le insinuó que pasara por encima. Pensándolo bien, Francisco estuvo de acuerdo con al espera a la que el carro de adelante lo obligaba.

Hay que ser precavido cuando se maneja.

Desde el puente una curva cerrada a la derecha impide ver lo más empinado de la carretera. Antes del final de la cuesta, hay otro giro hacia la izquierda. Cuando el vehículo público inició la marcha lentamente, Francisco con su carro y otros tres, comenzaron la subida. El furgón parecía haber superado la cima y daba la vuelta a la siniestra en lo alto de la estrecha calle. Súbitamente el taxi paró en seco y, a pesar de la lentitud con que subían, el Toyota lo golpeó levemente por detrás. Soltándose el cinturón, Francisco se dispuso a salir de su vehículo cuando se dio cuenta de que el gran camión venía para atrás sin control, pues sus frenos no lo sostenían. Momentos antes de que su vehículo fuera arrollado, el taxista hizo una maniobra desesperada curvándose a la zurda, y acelerando escapó milagrosamente de la colisión, a la vez que dejaba el Toyota de primero con el problema. El gran cajón del "container” lo golpeó de frente abollándole seriamente la carrocería. Lo ladeó, incluso, de manera que el segundo golpe fue por el costado derecho. El automóvil de Francisco estaba prensado entre el camión y los carros que venían detrás. Un espantoso crujir de latas, vidrios quebrados y gritos de pavor acalló el ruido turbulento de las aguas del Torres. De las casas a los lados de la pista salían los vecinos en desenfrenada carrera, unos con miradas de espanto, pues sus viviendas estaban en el trayecto mortal del descontrolado furgón, y otros con ojos de angustia y curiosidad presenciaban la catástrofe desde lo alto en la vía. Segundos eternos que encerraban espeluznantes ruidos fueron pasando lentamente, mientras que el asesino camión fue comprimiendo cuatro automóviles contra el paredón lateral y el estrecho puente sobre el Torres. De pronto el "container", sin haber terminado su misión aniquiladora, se ladeó peligrosamente hacia las casas vecinas hasta quedar inmóvil casi al inicio de la cuesta, a pocos metros del puente angosto sobre el río.

Francisco estaba seguro de haber presenciado la mitad de la tragedia desde muy alto en la cima. A la par suya muchos vecinos iniciaban la marcha hacia los carros destrozados. Entre raras sensaciones dolorosas, campanas de tañer agudo, sirenas estridentes y voces entrecortadas, oyó claramente que decían:

-El chofer del Toyota, saque al chofer del Toyota.

Y más claramente gritos, que preguntaban: -¿Dónde está el chofer del Toyota? -Aquí estoy -gritaba Francisco-. En el suelo, a media cuesta, y no me puedo mover.

Nadie parecía prestarle atención. Una ambulancia pasó a la par suya y no advirtió su presencia. La vio detenerse y de ella bajaron varios socorristas. Hizo un esfuerzo y se puso de rodillas. No le costó mucho, pues no sentía ningún dolor importante. Se enderezó completamente y a viva voz dijo:

-Yo soy el dueño del Toyota nuevo. Lo acabo de comprar. El doctor Salas me lo vendió.

Como los que pasaban a la par no le prestaran atención, se paró a reflexionar.

¿Será que estoy muerto y nadie me ve? Tengo que ir al Toyota. Debo acercarme para ver. Si estoy en el asiento, es que he muerto. Que Dios me ayude a no estar ahí.

Comenzó a bajar la cuesta y empujando a toda aquella multitud de curiosos, autoridades del transito, choferes de grúas, cruzrojistas, se fue acercando lentamente al Toyota que se encontraba ladeado y sostenido por el carro que venía detrás cuando se produjo el accidente. La puerta del lado izquierdo estaba abierta y el cinturón colgaba fuera del carro. No había huellas de sangre en ninguna parte de su automóvil. ¡El no estaba adentro! ¡Se había salvado!

Superada esa gran expectativa, era pertinente preocuparse por su vehículo. La tapa del motor prácticamente desprendida. Toda la parte delantera estaba destrozada y el costado derecho tenía más golpes y abolladuras de las que se podían contar. Oyó a un chofer de grúas decir que todos los carros serían llevados al taller Tres Enes, donde los dueños podrían apersonarse a tomar decisiones sobre las reparaciones y los presupuestos,

Diez años de ahorros desaparecieron en un instante -pensó Francisco.  Me gasté parte del ahorro para vivienda en la compra del carro. Simplemente no sé de dónde voy a sacar dinero para la reparación. El dueño del "container" tiene que pagar todos los gastos. Mañana iré a cobrar. Mientras esto decía memorizó las características del furgón y apuntó el número de la placa. No se comprendía a sí mismo. Su Toyota nuevo destrozado y, sin embargo, no le preocupaba mucho.

En el Metodista ya deben haberse enterado del accidente. ¿Los heridos? ¿Pero es que hubo heridos? No vio cuando se los llevaron. Recordaba vagamente el sonido de las sirenas que pedían paso.

Debe haber heridos. De pronto se acordó de su trabajo. Estaba a pocos metros del Hospital. En ese momento no existía razón para no ir a trabajar. Momentáneamente nada podía hacer por su vehículo. La grúa lo llevaría a Tres-Enes que se hallaba a dos cuadras del Hospital. A la salida del trabajo pasaría a enterarse bien de la situación. Se acordó de la cita con Isabel. Tendré que llevarla al Restaurante Bembec en taxi y después volver a la rutina del bus. ¿Estará Isabel como siempre, cuando sepa que ya no tengo un Toyota nuevo?

Francisco se caracterizaba por las decisiones rápidas. Nada iba a variar, por el momento, y no valía la pena que el trabajo se acumulara en la Morgue. Se dirigió sin más lucubraciones hacia el Metodista. No marcar la tarjeta para no manchar su récord con una llegada tardía era una alternativa. Hablando con el doctor Salas podría arreglar la situación y hasta posiblemente le enviaban una carta para felicitarlo por haber ido a trabajar después de un accidente tan serio.

Entró por la puerta de atrás. Antes se quedó viendo el lugar del parqueo que le asignarían el mes siguiente.

¿Qué pasará si se enteran de que ya no tengo carro?.

Se puso la ropa de trabajo y se dirigió a la nevera para averiguar si tenía que hacer alguna autopsia. Un cadáver bien arreglado, ya cosido y con su ropa puesta estaba en el primer compartimiento. No olvidaría agradecerle a Miguelito por haber hecho la autopsia que a él le correspondía. Pensó que tal vez fuera un muerto en el choque y revisó el expediente. No, el cadáver era de un enfermo que ingresó cinco días antes a cirugía cardíaca. "By-pass" coronario, al que no le "arrancó" el corazón una vez operado.

Abrió el otro compartimiento de la nevera donde reposaba el cadáver de un joven, con el rostro destruido, al que se le había iniciado la autopsia. Miguelito la comenzó, pero por alguna razón la dejó incompleta. Era su día libre: no se podía esperar que se quedara trabajando después de haber estado de guardia toda la noche.

-Debe haberme esperado un gran rato. Dios sabe que no tuve cómo avisarle que llegaría tarde, ¡por primera vez en diez años!

Francisco puso el cuerpo inerte sobre la mesa de mármol frío y completó la incisión que Miguelito había iniciado. Levantó la piel del tórax y seccionó las costillas con sierra eléctrica. Con diestras maniobras evisceró el cadáver en pocos minutos. Levantó el cuero cabelludo y abrió el cráneo. Liberó el cerebro con mucho cuidado, consciente de que la muerte se produjo por trauma craneano, y que no debía agregar lesiones a la masa encefálico para no interferir con el correcto diagnóstico de "causa de defunción".

Trataba Francisco de olvidarse del accidente, pero se daba cuenta de que iba a serle difícil. Cuando dejaba vagar la mirada a su alrededor, solo veía la puerta trasera del "container" que se le venía encima. Las paredes de la Morgue aparecían plateadas y amenazantes, como si lo encerraran. Se concentró en la autopsia. No había muchos cortes que hacer, pues todas las vísceras se veían sanas. Había tomado muestras de sangre y de orina. Se aseguró de haber hecho las escisiones fundamentales y se dispuso a cerrar el cadáver. Le costó encontrar trapos para rellenarlo y debió ayudarse con algodón y una ropa ensangrentada que le pareció conocida. Suturó la piel rápidamente y, colocando la calota en su lugar, le dio unas puntadas al cuero cabelludo. Satisfecho con su traba o, puso el cadáver en la nevera. Revisó que no hubiera más cuerpos en los otros compartimentos. Después de lavarse se cambió de ropa. Salió por la puerta de atrás y se fue a la cafetería. Se acordaba perfectamente de no haber desayunado, por la prisa con que salió de su casa; no tenía hambre, pero pensó que debería comer algo. El comedor estaba desierto, pues la hora del desayuno había terminado hacía rato. Cogió fruta de una canasta. Se sirvió un pedazo de pan con queso y una taza de café.

Malditas paredes, como las de la morgue, todas plateadas y como que se me vienen encima...

Terminado el desayuno, Francisco volvió a Patología. Entró por la puerta principal. Le llamó la atención un silencio profundo y negro que no era corriente en aquel departamento. Quería comentar con sus compañeros el accidente y muy especial informar al doctor Salas del destrozo sufrido por el Toyota.

El patólogo jefe estaba al final del pasillo, gesticulando airadamente. Ahora vociferaba algo que Francisco no oía bien. El médico Alvarado pasó a la par de él con paso rápido, su mirada fija en el suelo, como huyendo para no oír a su superior que estaba en verdad alterado. Fancisco lo saludó con afabilidad, pero el galeno no levantó los ojos para contestarle. Se acercó hasta quedar a pocos pasos del doctor Salas, que en ese momento alzaba más la voz:

-Cuando uno quiere que hagan las cosas rápido, tiene que andarlos buscando por todos lados. No es fácil que en este departamento alguien haga algo de que él cree no le corresponde. Pero para hacer quedar mal al jefe, hasta trabajos extra hacen. Le prometí al padre de Francisco, para consolarlo, que a su hijo no le haríamos autopsia, y ahora que le voy a entregar el cadáver me lo encuentro bien cosido y lleno de trapos.

San José, octubre de 1991