SECCIÓN LITERARIA


La Suegra

Rodolfo Alvarado Herrera

Pensándolo de nuevo, después de haber tomado la decisión de no ir al hospital, le pareció que su actitud era exagerada.  Se trataba, lo quisiera o no, de su madre política.  No había partido muchas peras con ella y apenas la toleraba.  A no dudarlo, su mujer se resentiría sobremanera de que no la acompañara durante la operación de doña Flora.  Sin darse mucha cuenta de lo que hacía, en el puente elevado del San José Palacio, tomó la salida que lo llevaría al Metodista.  Casi automáticamente pasó por debajo del Puente Juan Pablo Segundo y se metió al parqueo del hospital.  Se fue caminando muy despacio con la esperanza de que cuando se encontrara con su mujer, todo hubiese terminado.  Entró por la puerta principal buscando la sala de espera.  No veía a su esposa por ningún lado.  De una esquina de la enorme sala pareció emerger de la pared un guarda, que Francisco no había visto al entrar y que ahora se dirigía a él:

- Usted es el yerno de doña Flora.  Sígame: no han podido comenzar la cirugía porque usted no llegaba.
No dejaba de parecerle absurdo que él fuera causa del atraso y así se lo manifestó al policía aquel:

- Yo no tengo que autoriza nada.  Doña Flora tiene una hija, mi esposa Flora, y dos hijos mayores que son los que tienen que tomar todas las decisiones.

El guarda que le había pedido seguirlo no hizo ningún comentario; parecía que ahora lo empujaba dentro del ascensor:

- Nos lleva al tercer piso, a cirugía - dijo con voz autoritaria a la encargada de los controles.  Cuando la puerta se abrió, Francisco pudo ver un gran rótulo que decía "CIRUGÍA MAYOR", y en letra menuda: "Solo personal autorizado".  El guarda que lo llevaba del brazo empujó con el cuerpo una puerta corrediza de vidrio esmerilado.  Con voz queda llamó a un tal Federico, quien apareció, vestido de blanco de pies a cabeza.

- Aquí está el yerno de doña Flora.  Por favor llévelo donde el doctor Alvarado.

Francisco creyó que era el momento de protestar:

- Ignoro de lo que se trata, pero no me siento a gusto en este ambiente.

Una enfermera pelirroja que estaba parada en medio del pasillo se puso el dedo índice sobre los labios y dejó escapar un prolongado "SHHHHHHH".  Un personaje alto, fortachón, todo vestido de verde, con zapateras, gorro y una máscara de papel que solo le dejaba visibles los ojos, se le acercó y, al entregarle un paquete que traía en la mano, le dijo:

- Vístase como yo, ahí hay de todo.  Métase la billetera debajo del calcetín y guárdese el reloj en la bolsa del uniforme.  Su ropa la deja en uno de los "lockers" donde diga "VISITANTES".  No olvide traer la llave.  En la sala lo esperan.

Francisco comenzaba a pensar que por alguna razón lo llevaba casi a la fuerza a la presencia de su suegra.

- Ustedes no querrán que yo comience a armar un escándalo en esta sala de operaciones.
Nadie parecía prestar atención a sus quejas.  Una enfermera toda vestida de verde se le acercó y le dijo como en susurro:

- La operación es en la sala tercera.

Dos enfermeros lo guiaron, cada uno de un brazo, hasta donde decía "SALA 3".  Uno de ellos le entregó un cepillo blanco, de cerdas muy duras y le dijo:

- Lávese las manos muy bien.  El jabón sale por el dispensador con solo que usted las ponga debajo de él - al tiempo que señaló al lado de "SALA 3", donde había cuatro lavamanos.  A pesar de que le parecía la actitud de todos los presentes un tanto ridícula y que ni siquiera se imaginaba cómo podría él ayudar en algo a la operación de la madre de su mujer, comenzó a pensar en cooperar hasta donde le fuera posible.

- Cuando aparece la enfermedad o sobreviene la muerte, las actitudes deben cambiar, pero todo tiene su límite, claro está - pronunció la frase deliberadamente en voz muy baja.  Se lavó cuidadosamente las manos mientras repasaba mentalmente algunos pasajes de Cuerpos y Almas.

Siempre había sido poco amable con doña Flora, que no lo estimaba mucho.  A pesar de eso, no era correcto negar la ayuda que de seguro, de un momento a otro, iban a pedirle.

- Doña Flora nunca ha hecho caso a nús sugerencias, y no veo por qué lo va a hacer ahora - interpelaba al doctor Alvarado, que estaba al otro lado de la mesa de operaciones.  En esos momentos nadie hablaba y el silencio era profundo.  Un médico de tez muy morena, la que solo se le veía por el espacio que dejaban de cubrir el gorro y el bozal, se dirigió a Francisco:

- ¿Puedo comenzar con la anestesia?

Francisco pensó que el momento de rebelarse contra toda la farsa que estaba viviendo había llegado.  Puso cara de seriedad sin reparar en que nadie se daría cuenta, pues su rostro estaba totalmente cubierto.  Caminó resuelto hasta el centro de la sala de operaciones al tiempo que señalaba con un dedo al doctor Alvarado.

- No veo por qué me piden permiso par comenzar la operación.  Yo no sé nada de lo que está pasando.  Esta es la primera vez que estoy en un quirófano y ya estoy saturado.  Me dicen qué es lo que quieren de mí en este momento, porque yo me salgo de aquí ahora mismo.

Los dos enfermeros que se comportaban como sus guardaespaldas lo tomaron de la cintura y no lo dejaron moverse.  Recordó cómo su suegra le ganaba siempre las discusiones y pensó: "Dormida, no tendría posibilidad de discutir", pero era obvia la ayuda que ella recibía de parte del personal de la sala, para salirse con la suya una vez más.  El médico de tez morena comenzó a manipular aparatos a la cabecera de la mesa donde yacía doña Flora.  Le cubrió la cara con una mascarilla de hule conectada a la máquina de anestesia.  Pocos minutos más tarde dijo: - Pueden incidir la piel.

El abdomen de doña Flora sobresalía entre las sábanas verdes que le ocultaban todo el resto del cuerpo.  El doctor Alvarado tomó un bisturí de la mesa de Mayo, y se lo puso a Francisco en la mano.

- Usted es el que tiene que realizar la cirugía.  Yo le ayudaré.  Si algún detalle se le olvida, puede preguntar.  No puede echarse atrás ahora.  Si algo le sucede a doña Flora, usted será el único culpable.

La situación llegaba al límite de lo ridículo.  No lograba comprender por qué el doctor Alvarado no operaba a su suegra y mucho menos la razón por la que deseaba que él lo hiciera.  Francisco notó que el lugar donde debería realizarse el corte de la piel estaba señalado con un marcador azul.  Recordó por momentos sus habilidades con el bisturí en la capa de los cerdos y los terneros de la finca.  Estaba seguro de que si hacía el corte de la piel, la farsa terminaba y el doctor Alvarado continuaría con la extracción de la vesícula biliar.  Nunca había visto el interior del abdomen de ninguna persona.  No era justo que lo pusieran a realizar cirugía; mucho menos si el paciente era su suegra.  No había sido muy cariñoso con ella, pero hacerle una operación de la vesícula biliar sin tener ningún conocimiento de cirugía, estaba fuera de todo lo razonable.  Pensó en la posibilidad de acusar a todo quien lo había forzado dentro de aquella sala de operaciones.  El doctor Alvarado era su amigo, pero no se estaba comportando como tal.  Por un momento se le ocurrió que doña Flora se había despertado, cuando con un timbre de voz que no era el suyo, el doctor Alvarado le dijo:

- Su argumentación de nada vale.  Usted debe comenzar.

Comprendió perfectamente: una vez más su suegra le daba órdenes a pesar de que continuaba dormida.  Se sintió acorralado, pues también era cierto que a él lo podían acusar de estar ejerciendo la medicina sin ser médico.  Flora jamás le perdonaría que a su mamá le pasara algo por su culpa.  Reunió todas sus fuerzas e hizo un corte de la piel con el bisturí.  Se alegró de que la sangre que manó de la herida no fuerza azul; recordaba haber insistido sobre eso en varias ocasiones.

Una estructura en forma de pera, esta sí, azulada y turgente como un balón de hule, fue separando desde adentro los bordes de la herida y comenzó a crecer.

- Tiene que cortarla antes de que se haga muy grande y sea imposible quitarla; no hay tiempo que perder - le dijo la enfermera que estaba pasando los instrumentos.

Francisco pensó que si se había atrevido a llegar tan lejos, debería continuar por lo menos hasta que la vesícula fuera extraída y no salir corriendo ahora que el caso se había convertido en una emergencia.  Recordó la cirugía de los testículos con los terneros; alguna similitud había.  Procedió a hacer un corte en aquella estructura de morfología "aperada".  La abrió por la parte más redonda y del interior extrajo varias formaciones duras,  blanquecinas e irregulares. Hubo murmullos de aprobación y, tal vez, hasta algunos aplausos.  Tomó ánimo, pues consideró que en ese momento se había convertido en el verdadero jefe de la sala de operaciones.  Con voz firme dijo que tenía que ir, urgentemente, al servicio sanitario. ¿Cómo no se le había ocurrido esa excusa al principio?  Sabía que era lo único por lo que un cirujano puede abandonar el recinto quirúrgico sin haber terminado la operación y sin que nadie se lo reprochara.  Los enfermeros que los sostenían junto a la mesa quirúrgica lo soltaron presto.

- En un instante estaré de vuelta - dijo en voz alta y salió del quirófano con paso firme.

En el retrete se quitó la bata, las zapateras, el gorro y el bozal y se quedó con la ropa verde, la "del ámbito quirúrgico".  Se paró en la taza del inodoro, quitó las celosías y salió por la ventana.  Se descolgó por fuera hasta caer en una terraza del entrepiso.  Pudo subir a la escalera de incendios y bajó por ella hasta llegar al jardín de gramilla, en la parte de atrás del Metodista.  Corrió hasta el frente del hospital y se asomó por la puerta de vidrio de la sala de espera.  Dos guardas uniformados, que conversaban con Flora, gesticulaban airadamente.  De pronto entre los dos tomaron a su cuñado Remberto, uno de cada brazo y comenzaron a empujarlo hacia el ascensor.  Remberto se resistía.  Francisco supo exactamente que era lo que deseaban de su cuñado (Su mente se adelantaba a los hechos con gran facilidad).  Otros dos guardas se dirigieron a la puerta de salida.  Francisco corrió hacia el parqueo de visitantes (llevaba aún la ropa verde de sala).  Se alegraba de que, junto a su billetera, debajo de la media, hubiera guardado las llaves de su carro; lo abordó con presteza, puso en marcha el motor y aceleró exageradamente para abandonar lo más rápido posible el área del hospital.  Condujo hasta el Bajo de los Ledezma y, al final de la cuesta, siguió a toda velocidad hacia el oeste.  En el rótulo "AID" dio vuelta a la derecha y desde ahí comenzó a activar el portón eléctrico del garage de su casa.  Con gran alivio lo vio abrirse sin problemas y luego percibió cómo se cerraba detrás de él.  Entró por la puerta trasera y subió quedamente las gradas para que no lo oyera la empleada.  En la estancia de la televisión encendió la chimenea, que hacía años no se usaba.  Esperó a que las llamas tomaron fuerza, se quitó la ropa verde y la tiró al fuego.  Se puso las pijamas y, sentado tras del escritorio, redactó una nota: "Querida: no me sentía nada bien.  Creo que Matina me pegó la gripe y estoy para el tigre.  Me tomé dos antigripales y una cápsua de "dormicum"; creo que dormiré, sin parar, hasta mañana.  Tenía tantos escalofríos que encendí la estufa.  Espero que a tu mamá le haya ido bien en la cirugía.  Pensé que no era bueno andar regando virus por todo lado y por eso preferí no ir al hospital.  Nos vemos mañana.  Chico"
 

San José, noviembre de 1996.