SECCIÓN LITERARIA
Nos veremos aquí otra
vez
Dr R. A lvarado H.
A
la memoria de Jorge Luis Borges
Cuando me sucedió
creí que el caso era único. Consideré mi experiencia
como un duro golpe al pragmatismo del que yo hacía alarde en cuanto
a realidad y fantasía. Por un tiempo pensé en mantener
la vivencia en el secreto. En varias ocasiones consideré apelar
a la ficción. Suponía que relatarla como un acontecer
verdadero pondría en entredicho mi salud mental. De hecho,
tuve un estado de depresión profunda durante mucho tiempo.
Un día leí un tímido relato de algo similar.
El autor hacía referencia a varios otros escritos sobre el tema;
los busqué y los leí poco tiempo después, incluido
el relato de Borges de su encuentro consigo mismo en Boston. No pongo
en duda la veracidad de esas historias, pero claro, no puedo garantizarla.
Son similares a la que van ustedes a leer. Pero en el caso de esta
sí dejo constancia: fue un hecho real, verdadero, espeluznante.
La interpretación
que cada uno de los protagonistas le ha dado a su experiencia, no varía
el fondo del asunto. La reacción que los hechos motivaron en
los relatores fue diferente en cada caso. Yo, con el correr del tiempo,
he logrado superar todo vestigio de pavor a lo “extrasensorial” que el acontecimiento
generó en mí. Con los años -y eso esperaba al
dejar guardado en mi memoria este relato-, la realidad se ha convertido en
recuerdos y los recuerdos se han llenado de inciertos momentos. Es
un hecho sabido que, al recordar, rememorarnos los últimos recuerdos
de una realidad y no la realidad misma.
Era una mañana
esplendorosa de abril. Ni una nube perturbaba el horizonte que se
dedicaba hacia rato y a mi izquierda, a dibujar el imponente Volcán
Arenal. Cuando me acerqué a Monterrey, la figura del coloso
pasó a cabalgar en la parte trasera del vehículo. Impávida
en el retrovisor me acompañó hasta pocos metros antes de llegar
al caserío.
El camino para
arribar a la finca La Femoral Común, situada a tres kilómetros
del centro del poblado, había dejado de ser un problema de tránsito
por más de cuatro años. Un buen sendero, lastrado con
polijalidad y eficiencia era objeto de periódicas revisiones, por
lo que se mantenía en perfecta condición. El fácil
acceso a la hacienda, en cualquier vehículo y en cualquier época
del año, era una realidad. Atrás quedaron los días
de "doble tracción", llantas altas y cadenas para luchar con el lodo
de los atascaderos, donde a cada quinientos metros podía un carro
quedar atrapado. Ahora, mi Volvo compacto y de tracción sencilla
era transporte adecuado. Varías veces lo conduje sin problema
hasta la puerta del corral.
Aquella mañana
transitaba alegre y despreocupado. Es verdaderamente agradable conducir
en ese tramo de Monterrey a la finca, de curvas y recovecos, entre lomas
y llanuras inundadas de verde, a ambos lados del camino. Cuando doblé
a la izquierda en el cruce Don Próspero, el clima varió abruptamente.
A través de la llovizna vi un autocar atascado en el barro, en la
mitad del camino, justo enfrente del portón de alambre de la finca
de Los Rodríguez. Precisamente ahí existió un
enorme bache, que siempre nos dio problema cuando no había camino.
La furgoneta en el atascadero era una doble tracción. Un "pick
up" blanco, marca Isuzu, igual al que yo tuve, sólo que lucía
muy nuevo. Una insignia en el parabrisas identificaba al dueño
como médico.
Me acerqué
hasta el borde del barrial. El chofer, en apuros, trataba de poner
unas piedras por debajo de las ruedas delanteras de su vehículo.
-Su camión
es igual a uno que fue mío y lleva un número de placa muy
parecido al que yo tuve -me atreví a decir, a pesar de que no veía
bien a quien le dirigía la palabra-. ¿Qué sucedió
para que se le atascara en ese lugar? Hace muchos años que eso
no ocurre en este camino.
El conductor
del Isuzu salió del barro donde se había sumido y me volvió
a ver con desgano. Su cara me era conocida, a pesar de la distorsión
ocasionada por el lodo que se la cubría casi por completo.
-Voy para mi
finca- me dijo con voz clara y firme-.
Esto me pasa
con frecuencia en el invierno, al igual que a todos los que usan esta trocha
-mientras me hablaba se sacudía la mugre de su ropa-. Se atasca
uno en estos barrizales, a pesar de contar con la doble tracción
en los vehículos.
Hace dos años
están por arreglar el camino. La sospecha es que llegaremos
al novecientos noventa sin arreglo.
Después
de quitarle con mi zapato un poco del barro pegajoso que en parte la ocultaba,
me fijé una vez más en la placa de circulación: CLI
8564. No había duda: era la que amparaba al "pick up" que fue
mío. Bastante tiempo atrás lo había cambiado.
-Este fue mi
carro- le dije con pedantería. -Lo vendí barato hace varios
años. No es sino hsta hoy que lo veo de nuevo.
-No puede ser-
me dijo con firmeza-: lo compré en la agencia, nuevo, en el año
setenta y ocho. El veintinueve de este mes de octubre se cumplen ya
doce meses de haberlo adquirido. Es un modelo setenta y nuevo comprado
en el setenta y ocho. Yo he sido su único dueño.
-El mes que
corre es abril y hasta hace un rato el clima y el sol brillante confirmaban
esa realidad. Todo puede pasar en San Carlos si se mezcla con el clima,
pero la lluvia no hará nunca abril se convierta en octubre, y mucho
menos que se devuelvan los años: estamos en mil novecientos noventa
y ocho.
-Estoy en lucha
con este atascadero para ver si salgo de él- respondió el
otro-. No tengo mucho tiempo para discutir realidades tan evidentes
como que estamos en octubre del setenta y nueve.
Pensé
en la manera de no parecer que estaba pontificado. Después de
todo, le hablaba a un colega: por lo menos así lo decía el emblema
en su carro.
-Hoy nos dicen
los científicos que el universo tiene principio y por lo tanto tendrá
fin. El dato es impreciso. Con respecto al tiempo no hay definición
posible. El tiempo no tiene principio ni fin, es infinito. Ya
lo dijo Borges: cualquier momento puede ser cualquier otro. Para usted
hoy es octubre de mil novecientos setenta y ocho; yo, hasta hace unos instantes
estaba seguro de que hoy era el veinte de abril de mil novecientos noventa
y ocho- repuse, con la mayor calma posible.
-Vea mi agenda-
se acercó y me enseñó el libro abierto donde había
anotado sus actividades para el día. Yo no me equivoco, pero en realidad
no tengo mucho interés en demostrarlo.
Me di cuenta
de que no llegaríamos a ningún acuerdo por el camino que había
tomado la conversación y traté de razonar en otra forma.
Había
comenzado a sospechar la realidad. Cuando le pregunté su nombre,
ya casi conocía la respuesta.
-Yo soy Rodolfo
Alvarado -me dijo- médico, metido a jugar de ganadero.
-Yo también
soy Rodolfo Alvarado -señalé-, médico, con finca en
esta región. No hay duda: somos la misma persona, sólo
que en distintas épocas. Usted es lo que yo fui hace veinte
años. El que estemos en el mismo lugar complica un tanto la
realidad. Los dos venimos con cierta frecuencia a la finca: ¡teníamos
que encontramos en algún momento!.
-No puede ser
-acotó-. No puedo aceptar que seamos una misma persona viviendo
uno en el pasado y el otro en el futuro.
-0 tal vez-
razoné- uno en el pasado y otro en el presente.
-No, no puedo
aceptar eso tampoco; por lo que mí respecta -corrigió-, yo
soy el presente y usted, si lo quiere, tal vez una fantasía del futuro.
Podría todo esto ser un sueño. Un sueño suyo
con el que yo nada tengo que ver. No puedo pensar de otro modo.
-Puede que usted
tenga la razón. Esta vivencia se ha descrito antes. Probablemente
uno de nosotros está soñando... tal vez... los dos...
-No soy yo quien
sueña.
-Lo repito:
no estamos viviendo nada original. No debería tener que preguntarle
estas cosas, pero con el tiempo es mucho lo que olvidamos... ¿leyó
usted El Doble, de Dostoievski?
-No creo.
Muy pocas novelas he leído.
-No es exactamente
una novela; yo diría más bien que es un relato. ¿Leyó
El Otro, de Borges?
-¿Usted
me ha dicho que es médico y que somos la misma persona?. Debería
usted estar más enterado. La realidad es que los médicos
sólo leemos medicina, el tiempo no da para más. Eso
es si quiere usted ser buen médico. Mantenerse al día,
eso es lo que importa. No creo que yo pueda cambiar. El que
usted no se acuerde de haber razonado en esta forma, como lo hago yo ahora,
es un argumento en contra de su posición de que somos la misma persona.
En realidad, usted no se
acuerda de mí.
Eso me confirma
lo ridículo de su planteamiento.
-Comprendí
que con ese argumento no aceptaría ningún otro razonar respecto
a la vivencia. Mi gran falla no era tanto no recordar como pensaba
en mis años mozos sino el no recordar ese encuentro, que debería
haber sido trascendente en mi juventud. No podía elucubrar
sobre la tesis de que yo había confundido la realidad con un sueño
y que los sueños pasan a ser recuerdos y que con frecuencia, hasta
eso dejan de ser. Tenía que apelar a vivencias muy claras y
que las recordaremos los dos. Pudo más mi vocación de
maestro y antes de esgrimir otro argumento insistí:
-Con el tiempo
se dará usted cuenta de que hace mucha falta leer de todo, no sólo
de lo que es medicina. Sólo así podrá mantener
la excelencia. El amor, la tristeza, la compasión, la solidaridad,
la belleza... nada de eso lo encontrará realmente escrito, lo descubrirá
entre las líneas de sus lecturas. De seguro, ¡no entre
las de sus textos de medicina!
-Ese discurso
ya lo he oído. Lo repetía mi profesor: el que me enseñó
a apreciar la belleza de la música.
-¿El
profesor Nava?
-Correcto. ¿Cómo
lo sabe?
-Fui su alumno
-me daba un argumento y lo aproveché:- le voy a decir las tres composiciones
musicales que usted oye repetidamente: La Novena Sinfonía, Coral,
el concierto para piano y orquesta número cinco, Emperador, ambas
de Beethoven, y el Rigoleto de Verdi -las enumeré lentamente: seguro
estaba de que lo impresionaría.
-Son las mismas
que oyen todos mis amigos.
Ahora sí,
vi en su cara la duda. Era el momento de apelar a un último
argumento que recién había leído:
-Tengo experiencias
íntimas de hace más de veinte años que usted tiene
que conocer igual que yo. Prueban que somos una misma persona.
Nadie más
que nosotros las vivimos. Recuerda, por ejemplo, la decisión
de no dejar que le quitaran un ojo a Mariana, porque era la única
forma de saber si tenía un tumor maligno que la mataría en
dos años. Yo estampé mi firma en el acuerdo que quedó
secreto para siempre. Mariana era menor de edad. Siempre viva,
por suerte. Ella nunca supo de nuestra angustia. Usted tiene
que recordar, como yo le recuerdo, que firmó el documento. Lo
mismo, cuando se autorizó que a papá se le suspendiera toda
terapia porque ya no era un ser consciente. El cáncer lo había
terminado. Usted firmó para que se le dejara morir en paz.
Lo recuerdo bien.
-Que usted sepa
esos detalles no, me prueba nada. Usted dice que es médico;
puede haberse enterado de esos pormenores por algún otro camino.
El oftalmólogo, por ejemplo; o el nefrólogo que asistió
a papá. Si usted en realidad quiere poner a prueba su loco
desvarío, preguntémosle a mamá. Ella que comparte
su vida conmigo, me ha de dar la razón: no reconocerá en usted
a su hijo.
-No puede ser,
mamá murió hace ya más de diez años -recalqué.
-Me acompaña
hoy. Está ahí, en la parte delantera del carro; acérquese
y le habla. Ella terminará con esta ridícula discusión.
Fue entonces
cuando me invadió una paralizante angustia. Mi respiración
entrecortada se hizo estentóreo. No tuve valor para enfrentarme
al encuentro. Unicamente logré musitar:
-De acuerdo
- lo dije sin ningún convencimiento-.
A usted lo asiste
la razón. Yo debo ser un sueño. Despertaré
pronto y solo me quedará la incertidumbre onírica de esta
realidad. Por ahora creo que debe usted obtener algún provecho
de este "mi sueño". Siga el consejo: no espere cuatro años
para cambiar la línea de engorde en el negocio de la finca.
Cambie hoy mismo.
No cuide más la pimienta: déjela que se pierda. Lea
mucho... que no sea sólo de medicina. Recuerde: La Sétima
es casi tan bella como La Novena. Espero que en algún momento
futuro nos encontremos nuevamente. Si usted acata mis consejos, tal
vez pueda yo demostrar que es posible variar el futuro desde el futuro mismo.
Hasta entonces guardaré en mi memoria cada detalle de este día.
Di la vuelta
al Volvo y sin mirar para atrás, me devolví a Monterrey: de
todas maneras, sin doble tracción, no iba a poder pasar por aquel lodazal.
Diciembre de
1999.